Cuéntame una historia #23: Otra clase de felicidad

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Otra clase de felicidad

Y de repente, todo se volvió grisáceo. No todo era blanco o negro, sino que comencé a identificar los distintos tonos de gris. Gris claro, gris topo, gris azulado. El canto de un pájaro, que solía ser molesto, se convirtió en una melodía agradable. El ruido procedente de las calles y los coches dejó de ser una confusa mezcla de sonidos, para presentarse como una sugerencia de vida en la ciudad. Y es que, ¿todo había cambiado? ¿O tan solo yo?

Llevaba meses esperando a que llegase ese día. El gran día: por fin podría ser parte de una asociación australiana encargada del cuidado de la fauna salvaje. Desde niña había tenido interés por los animales y me apasionaba la idea de poder trabajar algún día en algo relacionado. La maleta estaba hasta arriba y no cabía ni un calcetín más, la llevaba preparando aproximadamente dos semanas y yo ya estaba lista para marchar.

-Olivia, ¿has cogido el pasaporte y el billete? Nos vamos.- Vociferó mi madre desde el piso de abajo.

– Lo tengo todo preparado, aunque no las mascarillas.

Habíamos oído hablar del nuevo virus, el COVID-19, y de los casos confirmados en Australia. No eran muchos, pero preferí no arriesgarme y llevé protección: mascarillas, guantes, alcohol… El vuelo salía a las 12.00, así que fuimos con tiempo. Vinieron a despedirme mi madre, mi padre y mis dos hermanos: Marcos y Casilda. Una vez facturado el equipaje dije adiós y me dirigí hacia el avión. No podía creerlo, al fin iba a lograr uno de mis mayores metas en la vida.

El vuelo fue muy largo, por lo que al llegar a mi apartamento en Sídney me fui directamente a dormir. Cuando me desperté miré el reloj: ¡llevaba durmiendo 4 horas! Me apresuré a mirar el móvil y, cuando vi el mensaje, no pude creerlo: El coronavirus había llegado a España, y en Australia aumentaba el número de casos rápidamente. Iban a cerrar las fronteras en Europa durante un periodo de tiempo indeterminado, y mi familia no estaría tranquila estando yo en el extranjero sin posibilidad de volver a casa en situación de emergencia: era ahora o nunca. Hablé con mis padres por video llamada de Skype y decidimos que lo más sensato era volver a Madrid. Yo no quería irme de ninguna de las maneras, pero en el fondo sabía que era lo correcto.

Al regresar a casa percibí un caos dentro de mí: estaba aliviada por haber vuelto a tiempo, asustada y a la vez enfadada con la situación. Hablando claro, mi oportunidad excepcional de trabajar en el extranjero se había chafado y no estaba para nada conforme con ello. Estaba constantemente de mal humor, triste y confundida. No comprendía por qué me tenía que haber ocurrido semejante situación a mí, que tan duro había trabajado y peleado por aquel puesto de trabajo.

Conforme iban pasando los días nos dimos cuenta de la gravedad del asunto: colegios y universidades cerradas, teletrabajo en las empresas, lugares públicos inoperativos, eventos y grandes acontecimientos cancelados… Desde luego no era una tontería. Más tarde llegó la preocupación por el paciente tipo: los ancianos. Mis abuelos gozaban de buena salud y ninguno tenía problemas cardiorrespiratorios. Sin embargo, rozaban los 80 años de edad y estaban en situación de riesgo. Tomaron medidas de inmediato y decidieron no salir de casa, ni siquiera para hacer la compra: alguien se la llevaría a domicilio. 

Fueron semanas largas en las cuales no estaba permitido salir de casa. Pasábamos mucho tiempo juntos en familia, más del que nunca habíamos estado. Charlaba con mis padres, jugaba al ping-pong con Marcos, hacía sesiones de belleza con Casilda y veíamos películas todo el rato.  Nos lo pasábamos en grande, pero algo dentro de mí sentía que faltaba algo. Yo no me consideraba una persona extrovertida aunque tampoco introvertida, pues no me solía dedicar mucho tiempo a mí misma. Comencé a prestarme atención en lugar de convivir con mis padres y hermanos, hasta un punto que yo calificaría como excesivo. Me cuidaba la piel diariamente, me daba baños relajantes, hacía deporte… y, aun así seguía sin ser suficiente. Por fuera estaba radiante, pero por dentro estaba vacía. Y entonces se me ocurrió una gran idea: ¿por qué no dedicarle tiempo a mi familia y además tener tiempo para mí? Llevé a cabo el experimento y me di cuenta de que normalmente no solía hacerlo. O dedicaba tiempo a los demás o a mí, pero nunca ambos al mismo tiempo. Me empecé a sentí mejor conmigo  misma, mejoró mi relación con mis padres- y eso que ya era buena-, la comunicación con mi hermano- al tener una forma de ser tan parecida, rozábamos constantemente- y comencé a valorar las pequeñas cosas (un abrazo de mi madre, un piropo de mi hermana…)

Además, le di muchas vueltas a la situación que nos había tocado vivir: ¿por qué Dios había permitido semejante pandemia en el mundo? Y luego pensé que cada día ocurren innumerables tragedias a las que no se les presta tanta atención y que, sin embargo, son más perjudiciales para el ser humano. Entonces traté de entender el propósito: no es que Dios haya provocado un virus, sino que ha sido una consecuencia de la naturaleza que nos ha tocado vivir. Y cada vez que me centraba en la dimensión personal, llegaba a la misma conclusión a la que había llegado anteriormente: Puede que haya sido una oportunidad para crecer como personas, hacernos mejores y entendernos mejor entre nosotros. Tenía todo el sentido y mi visión acerca del tema cambió de forma radical. Estaba satisfecha conmigo misma por la conclusión que había sacado de aquella situación.

Tres días más tarde del increíble hallazgo, nos llegó una noticia desconcertante: mi abuelo (el padre de mi madre) había sido ingresado esa misma mañana en la UCI de un hospital y no podía recibir visitas. Por más que le daba vueltas, no era capaz de procesar la información. No podía, y no quería. 

Como no estaba permitido ir a visitarle, nos limitamos a llamarle todos los días para informarnos de su estado. Hasta que un día, no cogió el teléfono. A todos nos dolió su pérdida, especialmente a mí madre. Esas semanas siguientes traté de estar atenta a las necesidades de mi madre y de tratarla con cariño- como se merecía- además de llamar a mi abuela que se encontraba sola en su casa. El fallecimiento de mi querido abuelo me abrió los ojos. No todo giraba en torno a mí y a mi oportunidad laboral. La vida de una persona es mucho más, y yo no lo había descubierto hasta entonces. No lo veía de esa forma. Debía aprovechar cada momento con mi familia y mis amigos, con aquellos que quiero. Y no tenía que esperar a que acabase aquel aislamiento, sino al contrario: debía empezar a valorar desde ese preciso instante. A pesar de haber perdido a mi abuelo, seguimos adelante  y nos ganamos su cariño y protección desde allí arriba.

Al acabar la cuarentena, el primer día que se nos permitió salir a la calle, caminé por la acera de forma distinta. Caminaba como siempre había hecho, sí, pero de forma distinta. Cada sonido, cada risa, cada indicio o señal de vida me producía una inmensa alegría, y lo sigue haciendo hoy en día. Aquellos duros meses de mi vida, me enseñaron algo muy valioso, y eso jamás se olvida. Un final feliz no significa que no haya dolor o sufrimiento, sino que por encima del dolor y el sufrimiento, está lo verdaderamente importante. Comprendí que la felicidad no siempre viene como en las películas: No va de la mano de la perfección, sino de la perfecta imperfección.

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