Cuéntame una historia #22 “Con todos ustedes, Raphael Abach”

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Con todos ustedes, Raphael Abach

Sentado, frente a miles de personas, un piano, y unos cuantos focos, miró a su alrededor, y pudo sentir como el tiempo se iba frenando. Pensó en sus padres, hermanos, abuelos, amigos… y lanzó así una mirada al cielo, acordándose de lo mucho que su familia y Dios le habían ayudado. Acto seguido, deslizó sus dedos sobre el teclado, y dio así, el primer acorde de la obra, lento, pero imponente. Nostalgia, alegría, pasión… emociones que consiguieron dar forma a la pieza. El auditorio rebosaba. Los espectadores se mantenían en silencio, pero parecían estar maravillados. Y es que, Fantasie Impromptu, obra compuesta por el genio Frédéric Chopin, es una pieza que asombra, que da escalofríos, emoción, e incluso nostalgia. Saltos, silencios, “crescendos”… elementos que aportan magia a la interpretación. Se acercaba el fin. Un fin lento y sosegado. La última nota fue dada, e instantes más tarde, el público manifestó su admiración entre aplausos y llantos de emoción. La alegría fue apoderándose del cuerpo de aquel intérprete, hasta el punto de quedar grabada en su rostro, una sonrisa de oreja a oreja.

Y fue entonces cuando Raphael, de la nada, oyó un pitido extremadamente desagradable. Cerró los ojos, y al volver a abrirlos, se llevó una gran desilusión. Todo aquello había sido un sueño. No sentía aquel orgullo desde hacía mucho. Tres de diciembre de 1956. Un día que quedó marcado en la memoria de aquel pianista, y de muchos más. El mundo iba de mal en peor. Una grave pandemia se extendía a lo largo de Viena; ciudad natal del concertista. El miedo y el pánico, se iban apoderando poco a poco de los habitantes de esta ciudad. Finalmente, el tres de diciembre del cincuenta y seis, el gobierno austriaco se vio obligado a prohibir la salida de los ciudadanos a la calle. Fue un día que marcó la historia de aquel país, cuya capital, era el santuario principal de la música. Desde entonces, la música de Raphael, no volvió a sonar en el auditorio de Viena. Su casa, era su refugio, y desde entonces, su sala para dar conciertos. No tenía un gran público, pero algunos seguían presenciando su música. Incluso, en ocasiones, abría de par en par las puertas de su balcón, acercaba lo máximo posible el piano al ventanal, y tocaba obras de origen propio, o de otros compositores de gran estatus, como Kórsakov, Liszt, Debussy, Beethoven… El vecindario quedaba maravillado ante aquel arte. Aplaudían, gritaban emocionados, silbaban… algo a lo que Raphael, no estaba muy acostumbrado, pues éste solía tocar en lugares de prestigio, en los que no se solía ni silbar, ni gritar.

En aquellos tiempos difíciles de asumir, Raphael solía vivir del día a día, pero también del pasado. Recordaba de forma repetida, uno de los días que cambiaría su vida por completo. Verano del cuarenta y tres. Con el cielo estrellado, y el calor veraniego, Raphael se hallaba tumbado en el césped de su jardín, pensativo y contemplando aquel firmamento despejado. Nunca antes había experimentado una tranquilidad como aquella. Cerró los ojos, y pudo sentir una leve brisa. Curiosamente, comenzó a escuchar un sonido. Pensó que éste provenía del interior de su casa. Pero no fue así. A medida que iba pasando la noche, aquel sonido se iba moldeando y puliendo, hasta el punto de transformarse en una melodía, que jamás había escuchado anteriormente. Pegó un brinco y corrió hacía su casa, pues se dio cuenta de que, aquella armonía, procedía de fuentes propias. Cogió rápidamente un lápiz y un papel, se sentó al piano, y comenzó a reproducir en él, la melodía que emanaba de su ingenio. El resultado final, le dejó boquiabierto. La música, siempre había formado parte de su vida, sin embargo, nunca pudo imaginar que ésta llegaría a ser su vocación o lo que le daría de comer. Sus padres, amigos, abuelos… lo apoyaron enormemente.

Durante el periodo de hermetismo, nuestro protagonista, recordaba, leía, y se inspiraba. Compuso obras de hasta una hora de duración. Unas lentas, y otras cantarinas. Uno de los muchos días de aislamiento, Raphael, oyó una voz. Parecía como de otro mundo. Fina, única y especial. Se asomo al balcón, e insólito, pudo contemplar que aquella voz, provenía de una muchacha que cantaba con el fin de asombrar, entusiasmar y pasmar. Y efectivamente consiguió hacerlo. Ante esto, Raphael quedó boquiabierto e inspirado. Decidido, acercó el piano al balcón y pidió a la muchacha que cantara de nuevo. La dama, confusa, pero orgullosa, comenzó de nuevo su cántico, y Raphael le acompaño. A medida que iba pasando la tarde, más y más vecinos se iban uniendo al “concierto”. E incluso coreaban. Fue una gran tarde para el protagonista. 

Nunca se sabe lo que se tiene, hasta que se pierde. Un dicho que nuestro protagonista vivió en sus propias carnes mucho antes de la aparición de la pandemia del cincuenta y seis. Invierno del cuarenta y cuatro. Los nazis llevaban controlando su querida Austria, desde el treinta y ocho. Muchos austriacos daban la espalda al régimen, y como consecuencia, acababan en campos de concentración, sin esperanza alguna. Raphael, era por aquel entonces joven. Vivía junto a sus padres y hermanos mayores, quienes amaban a su patria, y detestaban la idea de que ésta se encontrase bajo poder alemán. Los ideales de está familia austriaca, la llevaron a la miseria. Félix, uno de los hermanos de Raphael fue sometido a un interrogatorio por parte de miembros de la Gestapo. Nunca más se supo de éste. Raphael y su familia huyeron del país, con el fin de mantenerse a salvo. Al finalizar la guerra, volvieron a su nido, desgraciadamente destruido. “El artista, no solo se inspira en hechos optimistas y vivarachos, también crea a partir de experiencias infaustas”, afirmaba. Su pasado le cambió, no a mal, si no a bien. Supo como relativizar aquel aislamiento. También supo apreciar lo que poseía: una familia, un techo, alimento, una vocación… Todo lo necesario para sobrevivir en una sociedad. 

Nueve de marzo del cincuenta y siete. Aquel día produjo un gran cambio en la vida del pianista. La pandemia se había erradicado. Ya se podía salir al exterior. Sin embargo, ésta no fue la única sorpresa que se llevo nuestro protagonista. El día se presentaba de manera amistosa, soleado, sin una sola nube que reprodujera sombra alguna. Aquella mañana fue de las mejores en mucho tiempo: se había permitido la salida del ciudadano al exterior. La noticia movió cielo y tierra. Viena resucitó en un abrir y cerrar de ojos. Raphael se lleno de júbilo, y salió a la gran ciudad. No podía creer lo que veía. Aquellas calles que habían permanecido vacías y fantasmas durante meses, volvían a rebosar. Recorrió casi toda Viena: los monumentos, el auditorio, los parques naturales… 

Avanzaba sin rumbo fijo, merodeando por las calles de Viena, hasta que un sentimiento de intriga le invadió. Pensó en la casa dónde se crió y creció. Sabía que ésta, se encontraba más bien en ruinas por los ataques alemanes. Sin embargo, llevaba tanto tiempo sin verla, que había olvidado su imagen. ¿Cómo estaría después de tantos años sin verla?. Sintió miedo, nostalgia y anhelo. Sin embargo, la curiosidad guió su decisión. Iría a ver su hogar de la infancia, su nido. Nada más llegar, Raphael cayó en un estado de confusión. Las ruinas ya no estaban. Éstas habían sido sustituidas por una enorme casa blanca. Sin embargo, el jardín y aquel césped sobre el que el joven pianista componía sus melodías, seguían en pie. Solo deseaba ver quién hospedaba esa morada. Llamó al timbre, de forma tímida, pero dispuesta. Se abrió la puerta. La persona que se hallaba detrás de ella, poseía un rostro que le resultaba familiar y extraño a la vez. Conversaron sobre el tiempo, el aislamiento… 

  • Un gusto haber podido hablar con usted  – sostenía Raphael.
  • El gusto es mío, vuelva por aquí cuando desee – propuso aquel extraño.
  • Disculpe, no me ha dicho su nombre, ¿cómo se llama? – pregunto Raphael.
  • Félix, me llamo Félix.

Su respuesta, congeló a Raphael. No supo como reaccionar. Calló al suelo, de rodillas. Lloró. Su hermano, había vuelto. Nunca murió en aquel campo de concentración. La vida le había sonreído. 

Aviso (la epidemia austriaca del 56, nunca existió)

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