Todo había sido muy rápido. Antes de que le diese tiempo a respirar, hubo una explosión y entre la gente cundió el pánico, todo eran gritos y empujones. Lo primero que hizo fue intentar encontrar con la mirada a sus hijos, pero solo veía humo, humo negro y denso que le impedía respirar y pensar con claridad. Hizo un esfuerzo para volver en sí, pero de pronto un contundente golpe le hizo perder el sentido.
Cuando despertó, creyó que seguía en su sueño. La habitación en la que estaba era blanca. Totalmente blanca, con una refulgente luz en el techo. No había ningún mueble. Se sentó en el suelo, lo más derecho posible, recuperando su dignidad. Al fin y al cabo, él era el rey.
Después de un rato largo, la puerta, camuflada entre la cegadora blancura, se abrió con un chirrido. Apareció Brun. Al verlo, el corazón del rey dejó de latir. Las palabras se atragantaron en su garganta, incapaz de asimilar lo que estaba viendo.
Habían sido amigos desde que tenían uso de razón. Más que amigos, hermanos. Cuando Ryr había sido nombrado monarca, el primero en jurarle fidelidad había sido Brun, quien de hecho era el primer ministro y la mano derecha del rey, que tenía una fe ciega en él. Al verlo aparecer, un oscuro sentimiento invadió a Ryr, aunque persistió en la esperanza de que acudía en su rescate. Al mirarlo a los ojos, esos ojos que conocía como si fuesen suyos, se dio cuenta de que no era así. La cara de Brun estaba llena de dolor y de incertidumbre, pero sobre todo tenía la expresión de un animal acorralado. Y esos animales son los más peligrosos, pues no tienen nada que perder. Ryr lo sabía bien.
- ¿Y mis hijos? – Su voz sonaba rasposa, como si no la hubiese utilizado nunca.
- Están a salvo. Pero necesitaré algo para que sigan estándolo.
El corazón del rey se estremeció de terror. Sus tres hijos eran lo más valioso que tenía, y no solo porque eran su única familia, pues su mujer había muerto tras el último parto, si no porque de ellos dependía el futuro del reino.
- Debes renunciar a ser rey a favor de Lvery.
- No haré eso nunca y lo sabes, Brun.
- Por eso has de pensar en tus hijos… y en lo que les espera.
Tras estas palabras, cerró la puerta y se marchó. Ryr sintió que le faltaba el aire, pero no dejó que el desaliento pudiese con él, pues debía tomar una decisión, y rápido. Sin embargo, la blanquecina luz lo cegaba y le impedía razonar, lo aturullaba.
Sabía que había cometido un grave error al casarse. Siempre había sido un hombre honorable, pero era consciente de que, con la familia, el honor dejaba de ser lo principal. Lvery era un hombre famoso por su loca crueldad y su astucia. Por accidente, un niño que jugaba con un arco le clavó una flecha en el ojo. Lvery cogió unas tenazas y le arrancó los dos ojos y los dedos de la mano que usaba para disparar, con lo que el niño murió desangrado ahí mismo.
Sabía, sin lugar a dudas, que, si dejaba el reino en sus manos, estaría condenando a miles de personas a torturas, sufrimientos y atrocidades. Lvery estaba interesado en el poder, pero no en el reino.
Sin embargo, ¿y sus hijos? ¿Qué harían con ellos? ¿Sería capaz de vivir sabiendo que podría haber impedido el asesinato de sus hijos y no lo había hecho? Sabía que a él lo vendrían a buscar, pero sería demasiado tarde para ellos. Su única oportunidad era Brun. Tenía que hacerle volver en sí. ¿En qué momento había llegado a esto, a esta traición, a querer verle muerto?
Decidió cerrar los ojos. La habitación le daba vueltas, le mareaba. Era tan blanca que aún con los ojos cerrados la veía. Intentó pensar en algo agradable, pero se dio cuenta de que en ese momento le faltaban las cosas agradables. Se puso de pie, para apreciar el espacio de la habitación. Era minúscula. El aire le empezó a faltar. No sabía cuánto tiempo llevaba ahí dentro y solo veía blanco y más blanco. Se tumbó de cara al suelo y cerró los ojos con fuerza. Así por fin veía algo negro.
El chirrido de la puerta lo sacó del estado de limbo en el que estaba. Verdaderamente, sentía que podía quedarse loco si seguía mucho más tiempo ahí metido. Se dio la vuelta despacio y con cansancio. La cabeza le pesaba y le costaba cada vez más recordar porque estaba ahí.
- Lord Lvery me envía a ver si has decidido entrar en razón. Dice que tu hijo Gwref es un gran cazador. Tal vez lo acompañe de caza, pero ya sabes que pueden ocurrir muchos accidentes…
- Brun ¿Por qué me estás haciendo esto?
La mirada de Brun se enturbió durante un instante. Se dio la vuelta sin emitir sonido, pero antes de llegar a la puerta lo miró con una tristeza inmensa.
- ¿Recuerdas aquella época en la que me dio por el juego? – Sí, claro que la recordaba. Le dio además por la bebida. – lo perdí todo, todo. Hasta que Lvery decidió prestarme dinero. Y me acabó comprando. Tenía que hacerle favores, pequeños favores, si me negaba… Lvery no es ninguna broma. Está loco, Ryr, está loco, pero sabe cómo conseguir lo que quiere. Me dijo que si no lo ayudaba me arrancaría cada parte de mi cuerpo con un cuchillo y se lo daría a los perros, y sé que lo haría, lo he visto hacerlo. – la voz de Brun tembló y sus ojos se llenaron de terror. – tú siempre fuiste el mejor de los dos. El valiente y el honorable. Por eso eres el rey. Pero yo ya no soy nada. Te he traicionado a ti y a todos, pero sobre todo me he traicionado a mí mismo. Ya no me queda nada.
Al mirarlo, Ryr vio una marioneta rota, un despojo de lo que había sido su mejor amigo en algún momento. Alguien para el cual la vida ya no tenía un objetivo, pues los había traicionado todos, solo por vivir. Y a pesar de todo, quiso darle un abrazo, por no haber estado junto a él cuando lo había necesitado, por no poder salvarlo de sí mismo.
- Lo siento Ryr. – su voz era un murmullo. No pudo mirarlo a los ojos. Se fue, y se fue para siempre, pues atrapado en el oscuro bucle de su mente, y sin ser capaz de soportar durante más tiempo sus actos, se tiró desde la almena del castillo.
Cuando Brun se fue, Ryr tomó una decisión. Al siguiente mensajero que Lvery envió, le dijo que estaba dispuesto a cumplir sus condiciones, pero que antes de afirmar nada, pidió hablar con sus hijos.
Al día siguiente, todo el pueblo acudió a la proclamación del nuevo rey. Colocaron un escenario de madera, donde estaba la familia real, Lvery y el trono.
Ryr tomó aire y miró a los reunidos, su gente, su pueblo.
- Yo, Ryr II de Tioert, declaró que el único monarca legítimo soy yo, y la sangre de mi sangre. Sé que ningún otro que intente dominaros lo conseguirá, y que lucharéis por una monarquía justa y libre sin doblegaros ante el enemigo.
Antes de que el discurso terminara, Lvery le clavó la espalda por la espalda, justo a la altura del corazón. Los guardias corrieron a por los niños, que estaban al lado de su padre, pero estos saltaron hacía la enfurecida multitud, que los acogió con gritos y los escondió de los soldados.
“por eso eres el rey” había dicho Brun. Y Ryr había comprendido que se debía a su gente, como buen rey. Y como buen rey, debía hablar a sus hijos y explicarles no sólo que los monarcas son los pastores de sus gentes, y deben por encima de todo protegerlos y cuidarlos, si no también que como ellos mismos serían el día de mañana portadores de poder debían de estar dispuestos a dar todo por el honor, la verdad, y la justicia.
- ¿Estáis dispuestos a morir por el reino? – vio miedo, pero sobre todo determinación en las caras de sus hijos cuando dijeron un firme sí al unísono.