La gran sinfonía:
Viena, 7 de mayo de 1824, Ludwig se sube al escenario para estrenar su Novena Sinfonía. Suponía, después de más de una década, su primer concierto al público. Cogió su partitura y junto al director de orquesta Michael Umlauf empezaron los primeros compases. Al acabar “la Oda a la Alegría”, el público estalló en una gran ovación. El músico, con su partitura, seguía escuchando sus notas en la cabeza sin oír los gritos de los espectadores. El primer violinista tocándole le dijo que se girara y ahí fue cuando Beethoven fue consciente del éxito de su primera sinfonía. ¡Estaba totalmente sordo! Yo era el único que lo sabía. Me pregunto: ¿Hay un aislamiento mayor que el de la imposibilidad de que una persona no pueda comunicarse con la gente que le rodea?, ¿Acaso cualquier peste, epidemia, guerra no produce un aislamiento menor que éste?
Yo soy Franz, su médico y amigo. Os podéis preguntar cómo le conocí. Ludwig participaba en numerosos eventos de la corte pues era un músico ya reconocido por entonces. Yo fui invitado en Colonia al palacio del príncipe Maximiliano puesto que atendía al soberano. Ese día quedé fascinado por su interpretación al igual que todos los amigos que me acompañaban. No dejaba de aplaudir. Aquello que oía era completamente nuevo. Necesitaba que me lo presentasen y lo conseguí. Me pareció algo serio y distante. Hablaba poco y parecía que no escuchaba mucho lo que le decía. Pensé que era un poco maleducado y que no le interesaba nada lo que le contaba. Su música era buena pero él dejaba mucho que desear. No le volví a ver en varios meses.
Pasadas las semanas, de repente apreció en mi consulta. No daba crédito a lo que veían mis ojos. ¿Será de verdad él? ¿qué hace aquí? Me comentó lo que le estaba pasando; oía unos zumbidos continuos en sus oídos y eso le estaba afectando bastante en su vida. Tras explorarle le diagnostiqué sus primeros síntomas de sordera. Su primera reacción fue de enfado, me pidió que no se lo dijera a nadie, quería auto engañarse pensando que no era verdad. Un músico sordo, no puede ser, gritaba y gritaba. Trataba de tranquilizarle pero se fue dando un portazo. Me quedé bastante preocupado por su reacción sin saber muy bien como actuar.
No supe de él en un mes cuando decidió volver para pedirme ayuda. Creo que ya lo estaba asimilando. Poco a poco sus visitas se fueron haciendo más frecuentes. Al pasar tanto tiempo juntos, la confianza entre ambos creció. Me empezó a contar lo mal que se sentía. No quería relacionarse con la gente porque le daba terror que supieran que su sordera iba avanzando a pasos agigantados. Ya ni siquiera empezaba a oír los sonidos agudos. Su música empezó a cambiar y me explicaba que utilizaba los sonidos graves que eran todavía perceptibles para él.
Para colmo, daba clases de piano y se enamoró de Teresa, una de sus alumnas. Siempre me hablaba de ella y aunque era quince años mayor estaba lleno de esperanza de poder compartir su vida algún día con la joven. Yo, sinceramente no le animaba demasiado porque me había enterado por otras fuentes que era una aprovechada y que iba con el tan solo por su dinero.
Duró poco su relación y él se fue enfrascando cada vez más en su música. Cada vez se aislaba más y más y veía en sus partituras el único refugio posible. Se culpaba de su sordera y gritaba “En mí, el oído debería ser más fino que en otros”. Mis oídos son un muro a través del cual no puedo entablar ninguna conversación con los hombres”. Estoy totalmente aislado del mundo. Yo le seguía animando a componer. Temía que se pudiera quitar la vida porque de vez en cuando me comentaba que había pensado hasta en el suicidio. Cada vez bebía más y eso me preocupaba.
Le notaba cada vez más malhumorado, me explicaba que no podría ser músico sin su principal herramienta de trabajo. Una tarde de invierno, paseando por la calle, le vislumbré enfrascado en su música en una cantina. Entré para invitarle a cenar a mi casa y al preguntarle al camarero cuánto debía, éste le contestó que en las seis horas que llevaba allí no había tomado nada. Había compuesto Claro de Luna. Se inspiró en un encuentro que tuvo con una joven ciega la noche anterior. Me lo contó detalladamente.
Había bebido bastante y estaba deprimido. Acabar con su vida volvía a ser su pensamiento. Escuchó unas notas que salían de una taberna oscura. Era una joven niña que tocaba admirablemente. Cuando se acercó al piano se dio cuenta que estaba ciega. Él pensó la gran sensibilidad que tenía a pesar de no ver. Se puso a tocar a su lado inspirándose en ella y así empezó a tocar las primeras notas de lo que sería un nuevo éxito. La niña aplaudía. Estuvieron hablando y él se desahogó contándole su problema con la sordera. Ella dijo que era peor ser ciega pues estaba dispuesta a dar su vida por ver un rayo de luna. Beethoven recapacitó dándose cuenta de todo el tiempo que había perdido quejándose cuando había gente que estaba aislada del exterior por peores motivos.
Pasado el tiempo, cada día tenía que estar más pendiente de él para evitar que bebiese tanto. Muchas tardes le acompañaba porque me comentó que había comenzado a escribir algo nuevo, algo grandioso. Su música estaba en su cabeza, no necesita ni siquiera oír los sonidos. Y así fue como, durante seis largos años, compartimos tantos buenos y malos momentos. Su desesperación por la injusticia de que un músico se quedara sordo latía siempre en su pensamiento. Pero lo había conseguido.
Viena, 7 de mayo de 1824, fue el estreno. Estaba en primera fila muy, muy cerca de él. Sabía lo que sentía, lo que había sufrido… sabía que todo esa melodía sólo sonaba en su cabeza puesto que no podía ni pudo oírla nunca…
Fue su última aparición pública pero era a su vez el arranque de una leyenda en el mundo musical. Había roto todo los moldes y esquemas previos, una auténtica revolución musical. Y todo en un aislamiento total.