“Camino y ando por un desierto, un desierto infinito. Ando y camino un mes entero, tengo todo lo que necesito, pero no lo que quiero”. Así comienza mi libro llamado “Una rosa en el desierto”, escrito durante mi estancia en Kazajistán en el año 2015.
Mi nombre es Juan Mérida, tengo 32 años y soy corresponsal de guerra (poeta y escritor en mis ratos libres). He sido destinado a múltiples lugares a lo largo y ancho del globo cubriendo conflictos de mayor y menor tamaño, a lo largo de los años he caído en la cuenta de que incluso en los más oscuros momentos puede haber belleza, por esta razón decidí comenzar a escribir mi libro de forma paralela a los informes de campo que he de elaborar en todos y cada uno de los conflictos en los que me he visto involucrado, siguiendo para ambos escritos el mismo proceso: observo, reflexiono y lo plasmo en un papel.
“Una rosa en el desierto”.
Me encuentro en un hostal ubicado en un pequeño pueblo a las afueras de Kazajistán, ¿Por qué estoy aquí? Pues bien, llegué hace 4 meses con las tropas especiales de los Special Air Services británicos, tenían la misión de intervenir en un conflicto étnico cultural entre la población del que estaban aprovechándose unos cuantos caciques de la zona.
Todo iba sobre ruedas, una intervención casi quirúrgica; un herido entre los ingleses, ninguna baja entre la población civil, dos caciques abatidos y uno tomado como prisionero. Un éxito, en resumidas cuentas.
Esto sucedió hace tres meses, os estaréis preguntando porqué sigo aquí y no he vuelto a casa todavía, tiene su explicación. Hace un par de semanas que el mundo está parado casi por completo (fronteras cerradas y vuelos cancelados), esto se debe a que en el sudeste asiático se identificó un virus que no entiende de razas ni de fronteras y que se ha ido propagando poco a poco “de derecha a izquierda”(no puedo evitar asociarlo con el método de escritura que he visto por estos lugares y que tanto me ha llamado la atención ) habiendo llegado hasta los Estados Unidos.
Por lo tanto y en vista de la situación actual no tengo otra opción que esperar aquí hasta que pueda marcharme. Aunque como ya he dicho antes, en toda situación oscura existe un ápice de luz, hace una semana que hablo con una lugareña llamada Mia, y la verdad es que su compañía está haciendo que esta espera sea más amena.
Cuando no estoy con Mia me dedico a escribir poesía sobre la belleza de este lugar, también escribo pensamientos y reflexiones que tengo, ¿Pensaran los europeos en la gente de esta pequeña aldea perdida de la mano de Dios en estos momentos de necesidad? ¿Qué pasará con esta gente si el virus llega aquí? Preguntas de las que no sé la respuesta pero que me producen inquietud.
Pasan los días y aquí sigo, he conseguido hablar con mis padres por primera vez en cuatro meses y medio, están bien y eso me relaja un poco, aunque el virus no tenga un índice de mortalidad alto, sí que parece que ataca con especial violencia a los más mayores.
Son las seis de la tarde y me dispongo a dar un paseo con mi fiel compañero de aventuras (un camaleón que encontré en el Congo llamado Sancho) por el pueblo. A medida que voy conociendo a la gente del lugar me fascinan más y más su forma de ser y sus costumbres, su hospitalidad y su sentido del humor. Consigo comunicarme con ellos porque Mia me está enseñando a hablar kurdo (el idioma que hablan por aquí) y he de decir que lo chapurreo con cierta solvencia.
Llego a la plaza del pueblo en la que se ha montado un gran alboroto, a medida que me voy acercando veo que la gente está apiñada frente a la puerta del médico del pueblo, que más que un médico, es un curandero ( todo hay que decirlo ), consigo hacerme un hueco entre la muchedumbre y me encuentro a Mia a la que le pregunto sobre lo que está sucediendo, por si es alguna especie de ritual o de reunión, aunque ya me parece raro que en los cinco meses que llevo aquí nunca haya visto nada parecido.
Mia me dice que hay una anciana del pueblo que presenta síntomas nunca antes vistos por los autóctonos, me temo lo peor y le pido al curandero que me deje pasar. Una vez dentro paso a una habitación en la que hay un par de tapices colgados de la pared con motivos religiosos, la iluminación es pésima y las condiciones de la cama en la que está tendida la anciana, peores.
Me acerco para examinar a la pobre señora que muestra una tez amarillenta y unos pómulos hundidos, suda mucho y le cuesta respirar con normalidad. Por la información que he recibido de España intuyo que es el virus, noto la presencia nerviosa del curandero detrás mío, está intranquilo.
Aunque mis conocimientos en medicina son nulos le pido un paño mojado al hombre y se lo pongo en la sién a la señora que me lo agradece con la mirada, poco más puedo hacer en ese momento salvo delegar esa labor en el curandero y salir al exterior para dirigirme a la gente que allí sigue expectante.
Valiéndome de mi burdo uso del kurdo y de la ayuda de Mia pido atención y llamo a la calma. Formo una fila india con los allí presentes (cuento alrededor de 3000 personas), monto un pequeño puesto de desinfección rudimentario, casi primitivo, que consta de una pila de agua limpia y todo el desinfectante que puedo reunir. Dando prioridad a los más mayores, uno a uno, se van lavando las manos y acto seguido se van marchando a sus casas a la espera de instrucciones. Cae la noche y quedan unas diez personas, dejo a un joven para que se encargue de ellas y marcho a mi catre para hacer unas cuantas llamadas (años de corresponsal de guerra me han proporcionado unos cuantos contactos útiles).
En algún momento de la noche consigo contactar con algunas ONG de un tamaño aceptable para que manden personal a la zona, ya que si el virus ha llegado a este pueblo era muy posible que hubiera otros afectados o incluso la propia capital del país. Desconfiaba profundamente de las estructuras gubernamentales para encargarse del problema. Según me dijeron la ayuda llegaría en un par de semanas, demasiado tiempo.
A la mañana siguiente madrugo para ir a ver a la anciana, no había sobrevivido a la noche y otros habitantes ya presentaban síntomas. Resuelto a ayudar a aquella gente cojo una motillo que encuentro por allí y me dirijo a un pueblo de mayor tamaño que había cerca, allí me encuentro con que la situación sigue el mismo rumbo, pero multiplicada por el número de habitantes.
Tras ir de aquí para allá durante casi medio día, consigo captar la atención de un sanitario que está encargándose de un pequeño puesto de socorro, y después de hablar un rato con él decide acompañarme al poblado para prestar su ayuda allí.
Llegamos al pueblo y lo primero que hace es seleccionar a un grupo de gente joven para impartir unas breves clases de cuidados básicos y nos ponemos manos a la obra.
Han pasado dos semanas desde aquello, acaban de llegar los sanitarios de la ONG con la que contacté, con material sanitario de refuerzo. Hassim (el sanitario que prestó su ayuda), Mia, otros tres jóvenes y yo hemos estado ayudando a los habitantes del poblado este tiempo, día y noche; me asombra sobremanera la fuerza y la solidaridad de los habitantes del pueblo que comparten lo poco que tienen entre ellos sin miramientos y sin perder la sonrisa en ningún momento.
Dos meses después estoy en mi casa junto a mis padres y amigos, junto a Mia con la que me casé después de todo aquello teniendo a Hassim y al pueblo como testigo.
Recibo una llamada de un alto cargo de la OMS, quieren otorgarme un premio ceremonial junto a Hassim, Mia y a aquellos tres jóvenes por la labor heroica que llevamos a cabo en aquel pequeño pueblo, salvamos casi 2700 vidas, 50 muertos con los que no pudimos hacer nada y que llevaré siempre conmigo.
Al parecer el suceso se ha hecho viral gracias a uno de los voluntarios de la ONG que se quedó asombrado al saber que fuimos seis los que mantuvimos la situación mas o menos bajo control. Es curioso, cuando recuerdo aquello, la satisfacción que siento por haber tenido la oportunidad de vivir esta increíble experiencia y haber resultado útil me llena más que cualquier reconocimiento.
Fin.