El valor de lo distinto
- Ha llegado el momento de despedirnos de este mágico viaje por el que os hemos llevado. Vuestras caras de sorpresa y los aplausos me demuestran que, una vez más hemos conseguido llevar la magia del circo a vuestros corazones. Y recordar… ¡Lo imposible puede hacerse realidad! ¡Hasta pronto mi querido público!
No era la primera vez que escuchaba ese discurso, pero cada vez que lo oía quedaba sorprendida ante las miradas de admiración de los niños, y no tan niños, hacia “Fred, el domador de lo imposible”. Ojos brillantes, sonrisas de oreja a oreja y manos aplaudiendo eran el resultado de nuestra actuación: El Circo de lo Imposible.
Cada noche recordaba lo afortunada que era de estar ahí y de vivir en un cuento de hadas. El 9 de enero del 2000 fue el día en el que empecé a vivir y no, no es la fecha de mi nacimiento, es la fecha en la que Fred me encontró e hizo de mí lo que soy ahora. Entonces tenía 8 años y me había criado en un ambiente sucio y desagradable que ningún niño desearía. Mis padres me tuvieron sin esperarme y por eso no me dieron el cariño típico. Ambos estaban metidos en negocios oscuros y ninguno pasaba mucho tiempo en casa, lo que supuso criarme mayoritariamente con mi vecina que, aunque no era mala, nunca me quiso por lo que era sino por la propina que le daban mis padres por cuidarme. Fue uno de esos días, durante mi rutinario paseo por mi pueblo, cuando Fred vio en una niña de ocho años lo que nadie hasta el momento había visto: una niña con un futuro por delante.
Él se dio cuenta, tanto por mis condiciones físicas como por mi manera asustadiza de ser, de que no vivía en un ambiente sano y por eso decidió cuidar de mí. Todas las tardes desde ese día quedábamos en el parque y él, una persona de treinta años, se pasaba horas y horas jugando conmigo, enseñándome y contándome anécdotas.
Uno de los recuerdos más vivos que tengo de esa época de mi vida son los trucos de magia. La familia de Fred llevaba teniendo un circo desde hacía décadas y se iba pasando de generación en generación de manera que en ese momento el circo no era todavía suyo pero en pocos meses su padre renunciaría y tendría que llevar las riendas del espectáculo. Por eso, Fred aprovechaba las horas que pasaba conmigo para practicar y ensayar trucos para no defraudar a su padre.
Nada cambió hasta que cumplí once años, cuando decidí escapar de esa vida para comenzar una vida de ensueño: Fred me propuso formar parte del Circo de lo Imposible como trapecista.
La verdad es que desde el principió me entregué completamente y las acrobacias me salían bastante bien. Entre las personas que formaban el espectáculo había desde un niño de cinco años hasta un abuelito de setenta, por lo que se puede decir que éramos una familia. Nuestro circo se llevaba a partes de toda Europa y para conservar el espíritu tradicional del circo, nos movíamos en caravanas, diez en total. Cada día era distinto y eso era lo realmente mágico.
Esa noche tocaba hoguera. Fred conseguía crear un ambiente mágico con distintos planes cada noche y el de la hoguera era mi favorito. Nos sentábamos todos alrededor de un fuego y cada uno contaba una cosa, lo que quisiera. Allí sentada y mirando a mi alrededor me daba cuenta cada noche como Fred nos había rescatado. No solo nos había rescatado de nuestros problemas, sino de una sociedad que no te permite soñar. De un ambiente que critica si no te dedicas a lo que es políticamente correcto y va a hacerte salir adelante como profesional. Saber que vivíamos en una pequeña burbuja me aliviaba y a la vez me asustaba el pensar que algún día esa burbuja se explotase y me tuviera que enfrentar de nuevo al mundo real.
- Meri, ¿Vamos a dar un paseo? – me dijo Marta. Marta había sido mi hermana mayor desde que llegué. Las dos éramos las protagonistas del espectáculo de los trapecistas y eso nos había unido mucho.
- ¡Claro, vamos a dar una vuelta! – dije.
En ese momento estábamos en Viena, había estado allí dos veces en los cuatro años que llevaba en el circo y la ciudad no dejaba de sorprenderme. Nos tomamos un helado y visitamos los monumentos del centro, increíbles. Más tarde, nos sentamos en un banco a charlar, como solíamos hacer. Marta, junto con Fred, eran los únicos que conocían mi historia. Pensar que ella estaba en el circo con el apoyo de sus padres, me generaba miedo. Miedo porque a pesar de estar viviendo una historia de película, mis padres me podían estar buscando tras mi huida. No lo sé, pero era algo que me inquietaba porque, aunque no hubieran sido los mejores padres, nunca les desearía el mal.
Os cuento esto porque fue en ese preciso momento, cuando estábamos las dos sentadas tranquilamente hablando, cuando aparecieron gritando dos policías que parecían hablar nuestro idioma.
- ¡Quietas! No se os ocurra moveros y no hagáis tonterías.
Miré a Marta con miedo sin creerme que había llegado ese día. Me habían encontrado.
- Sabemos que eres tú, María. Tus padres nos dejaron fotos para investigar tu desaparición y te hemos encontrado por reconocimiento facial. Tus padres no nos han pedido que te llevemos con ellos, simplemente quieren que te llevemos a servicios sociales de España, para buscarte un hogar en condiciones y que tengas un vida normal.
¿Normal? ¿Qué es lo normal? Pensaba yo. Marta no paraba de llorar y, sin siquiera dar las gracias a Fred, los policías me metieron en el coche y me llevaron de vuelta a “casa”. Al llegar me presentaron a la que iba a ser mi familia de acogida: Padre, madre, perro y gato. Muy atractiva.
Llegamos a casa y, nada más entrar por la puerta, recibí una llamada: Era Fred. Me dijo que había intentado mover hilos pero nada iba a mejorar mi situación, mis padres al fin y al cabo, eran mis tutores legales y, hasta que no fuese mayor de edad, ellos decidían sobre mí.
Los primeros días consistieron en largas horas de llantos sobre la fría cama que me habían preparado. Lo hacían con cariño pero me daba igual. Lo único que les pedía era volver a lo que de verdad me hacía feliz y no me dejaban.
Esas largas horas me sirvieron para pensar. Pensar en la vida. En el circo. En Fred. En Marta. En mi verdadera familia. En ese momento me di cuenta de qué era lo realmente mágico de nuestro espectáculo: Mayores y pequeños eran capaces de apreciar lo apasionante que es ser diferente y salirse de los esquemas a los que hemos sido acostumbrados de pequeños.
Desde ese momento iba a vivir encerrada en una sociedad que no entiende de lo distinto, de la felicidad en las cosas más pequeñas ni del amor. Llevaba cuatro años viviendo de lo que me hacía feliz aunque no fuera lo típico o lo normal. Salir de esa burbuja me hizo ver que el mundo no puede salirse de sus esquemas y si lo hace, será criticado.
Me tocaba vivir tres años de encierro hasta que cumpliera dieciocho. No se trataba de un encierro físico, mis padres adoptivos me iban a tratar bien, sino de un encierro mental forzado por la sociedad en la que iba a vivir.
Solo me quedaba una cosa a la que aferrarme para soportar esos tres años: Soñar.